(Texto de Alicia Rodríguez)
Me piden que escriba sobre Lou Reed y lo hago a una semana de su muerte, con todo lo que ya se ha dicho del neoyorquino… difícil. No quisiera repetirme, aunque probablemente lo haga. Al menos, evitaré reincidir en que su carrera en los últimos años fue irregular, en que a los modernos sólo les gusta el disco de la Velvet ‘del plátano’ o en lo agrio que era con la prensa. Me quedo con la declaración esta misma semana de su soulmate, Laurie Anderson, sobre los últimos momentos de Lou: “murió mirando a los árboles”, acaso porque estos no son sino la mejor metáfora de la vida. Será una casualidad, pero me pareció hermoso leerlo. Porque si algo se le dio realmente bien durante toda su existencia a este músico, poeta y cronista de los latidos del underground neoyorquino fue precisamente eso: conocer y radiografiar vidas. Desde la suya a la de todos los que observó con su ojo crítico, satírico y mordaz. Y hacerlo hasta el tuétano.
Pocos músicos pueden aunar tantas habilidades: su sensibilidad a la hora de captar la esencia humana, su sentido del riesgo, sus brillantes aptitudes para la lírica y la experimentación (en ocasiones jugándole malas pasadas). Y más en tiempos donde el arte y las audiencias oscilan al sol que más calienta. El criterio propio que demostró está por encima de su trayectoria musical y por encima de su capacidad para componer obras mayores (léase ‘Berlín’ o ‘Transformer’) o menores (desde su, por desgracia obra póstuma con Metallica, ‘Lulu’, a anteriores como ‘Metal Machine Music’).
Lou Reed abrazó la vida y se arrojó a ella en cuerpo y alma. Y con ello no hago referencia sólo a sus ya reconocidos excesos. Hablo de algo más trascendente: su renuncia a esta vida que se nos impone gris y cuadriculada y su querencia por la otra, la que opta por romper esquemas, lanzarse sin cuerda al vacío y llegar al límite de la exploración humana, de sus dichas y de sus desdichas. La sexualidad y sus mil caras, el arte de vanguardia y todo lo relacionado con la cultura beatnik fueron el puente que unió el glam con el punk, y están presentes en las primeras creaciones de Lou. Estas tuvieron mucho que ver a la hora de difundir estas proclamas a la nueva generación de la segunda mitad de la década de los 70. A muchos de los que nacimos en esa década, aunque nos pilló muy niños, nos acabaría rompiendo esquemas de adolescentes y ofreciéndonos una nueva forma de mirar el mundo diferente a la que nos habían enseñado en casa y en la escuela.
Pero no menos relevante es la impronta que deja el Reed experimental o el poeta, el cronista de historias, en muchos casos crudas y sin final feliz. Hasta podemos citar al Reed- sí, aunque cueste imaginarlo-, más tierno. En este humilde artículo intento reflejar algunas de esas caras para ofrecer un retrato lo más poliédrico posible del ‘tío Lou’. Seguramente no aportará nada nuevo a quienes ya lo conocen pero, quién sabe, quizás anime a alguien a explorar su música. Lo dicho:
1. ‘Venus in furs’ de ‘The Velvet Underground and Nico’ (1967, LP). Imposible olvidarse de este etapa warholiana ni de este tema repleto de instrumentación psicodélica y disonante. Ni mucho menos de la viola de John Cale. Aquí se juega a llevar los sonidos hasta el extremo y el resultado es esta pequeña gran obra de pocos minutos de experimentación narcótica y poderío hechizante. Las drogas (y la sexualidad llevada al extremo más sádico) tuvieron mucho que ver con el aura que envuelve esta canción, que entra como un perverso y adictivo mantra. Una de sus mayores obras maestras.
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Linda nota: sencilla y reveladora. Larga vida al último rock n roll animal.