“Que no et facis vella sense fer-te gran, que no et facis gran sense créixer“. Pau Riba nos deja a la edad de 73 años y siento que ese verso a la vida, recitado en ‘Nina de Miraguano’ con Orquesta Fireluche, podría relevarse por lo que ha significado su paso por este mundo; plenitud y eternidad desde el plano musical, o mejor dicho, artístico, en los sentidos más estrictos de lo que entendemos por arte. Siempre he entendido su condición de “artista total” en su empeño fehaciente por nadar a contracorriente de todo y renegar de sus orígenes culturetas (su abuelo Carles Riba fue traductor y poeta de la burguesía catalana). Mi padre me decía esta mañana que probablemente él era el último hippie que quedaba. Creo que no lo decía por todas esas veces que se lo cruzó descalzo por el Casino de Tiana, sino precisamente por esa irreverencia que le definía. He leído en el Periódico que había afirmado abiertamente que todo lo que podía hacer él por la cultura catalana era “destruirla”. Ahí está.
No fue un artista mediático, no podía serlo, pero la trayectoria de Pau Riba ha dejado un largo trazo que en parte explica la historia de la música catalana, tal vez con el hito más remarcable en 1970 con la publicación de “Dioptría”, mejor disco catalán del siglo XX según la Revista Enderrock. Todo menos indiferencia. Cada vez que veíamos a Pau saliendo por la tele, mi abuelo lo tildaba de payaso, como tantos otros habían hecho también con Albert Pla. Sin quererlo, ha sido una influencia bestial en nuestra cultura, surrealista, fuera de los estándares de la poesía; irrepetible. Paso de políticas y movimientos, incluso de discografías, porque siendo sincero, conectamos realmente con él con “Jo, la Donya i el Gripau” y, más especialmente, con “Tants caps, tants joguets” (2013). Ahí va nuestro mini homenaje, con el que recordaremos su figura única y arrolladora. Mai perdrem la inèrcia del somriure perquè això ens fa créixer. Gràcies per tot, Pau.
Por Màrius, Carles y Mario Riba.