Esta semana podíamos por fin escuchar -lo poco que faltaba de- el primer disco de Big Red Machine, proyecto que aúna las alucinatorias mentes de dos adalides del folk y el rock actual; Aaron Dessner y Justin Vernon. Este superdúo surge casi por necesidad tras los tres años que llevan colaborando los miembros de Bon Iver con los de The National, entre otros, en la plataforma PEOPLE. En este caso, el álbum homónimo que han creado, retuerce con desconcierto y por lo general acierto, las bases de ambos proyectos, generando una suerte de rock industrial plagado de samples y glitches, pero hilado por la intimista y delicada voz de Vernon.
“Big Red Machine” resulta ser un mapa físico de los discos “22, A Million” y “Sleep Well Beast”. Con él podemos realizar una genealogía de algunas de las ideas, viscerales, inacabadas, inconexas, rudas o complejas, que tomaron una forma más definida en los grupos de ambos autores. La reiteración, los samples no musicales o ruidosos (pesados), el minimalismo que tiende a la evolución, son los principales recursos de esta sensitiva aleación, que aprieta pero no ahoga al oyente. Los fans de ambas formaciones encontrarán momentos de lo más reconfortantes a la par que sorprendentes, desde el rapeo y los coros que recibe Vernon en ‘Layla’, hasta los alaridos consumadores de ‘Melt’, un cierre realmente acertado.
Esta profunda incursión a la experimentación de Dressner y Vernon se encuentra repleta de momentos inexplicables, que sin embargo se amoldan con gran facilidad al discurso reciente de ambos. Si en ‘Air Stryp’ la producción se acerca peligrosamente al radical acid de Aphex Twin, la sorpresa desaparece al instante para ofrecernos el gospel colapsado de ‘Hymnostic’. La estrategia es simple; aunque durante todo el disco reine un aparente caos sonoro, hay más abajo unas bases formales y narrativas (la emocionante voz de Vernon, las claras referencias a los dos álbumes ya mencionados) que aportan un sentido último al conjunto. Con ello, ‘Forest Green’, ‘OMDB’ o ‘Gratitude’ no tardan en brillar con luz propia gracias a sus gentiles melodías, por más que aparezcan ataviadas con un exceso de ornamentación electrónica. Así “Big Red Machine” se muestra en ocasiones como un producto inacabado, con algún cable suelto que suelta chispazos y acongoja al oído. Sin embargo, esta sensación de estar ante una especie de palacete barroco en obras, no impide el disfrute musical, sino más bien al contrario, lo incrementa (aunque se han de atravesar los andamios con cierta cautela).
Termina el primer disco de Big Red Machine con la desgarrada ‘Melt’. En ella se cristalizan varios de los elementos que caracterizan todo el disco y el reciente recorrido de Bon Iver y The National. Entre ellos, el principal, es el tratar de superar la dicotomía que parece separar la electrónica de la música más cargada de sentimiento, generando un sonido que sea capaz de mirar al pasado con gratitud y al futuro sin desconfianza. “Big Red Machine” es un disco imperfecto y convulso, que a primera vista puede resultar chocante o corrupto, pero en sus mejores momentos logra lo que se propone y arrastra emocionalmente al oyente.