El horror. Pulsómetro disparado, brazo derecho danzando en el aire con mano terminada en índice apuntando a cuarenta y cinco grados el infinito, cervicales rotatorias y mandíbulas desencajadas bajo un bulldozer de movimiento desquiciado. Así se comportan los más implicados en un concierto de Girl Band, cual rave post-lo-que-sea, eufóricos en el caos que desatan estas niñas irlandesas, tan incapaces de definir lo que tocan como apabullantes en su seguridad de terminar con todo el sentido de estructura y harmonía. Y aun así, lograr divertir con su bacanal del ruido. Un par de singles, algún EP, y vídeos de impacto surreal, sirvieron para que Rough Trade se hiciera con ellos. Si bien ‘Lawman’ es un tema indiscutible, la duda estaba en si estos irlandeses con cara de no haber roto un plato a la vez de terminar con una vajilla entera, podrían desarrollar un discurso musical convincent e hilvanar una continuidad artística. ‘Holding Hands with Jamie’, su primer disco, viene a arrojar toneladas de electricidad al posible entuerto.
¿Quién coño es Jamie? Pues un amigo del grupo, una broma interna que le da al bautizo del álbum un tono aún más divergente del que ofrece. La denominación ‘Girl Band’ solo es comprensible si tenemos en cuenta que Dublín ya cuenta con una boy band por excelencia, liderada por el salvamundos de Paul David Hewson. El disco contiene nueve temas que ahondan, perfeccionan y abren vías expresivas en el sonido de la banda. Las canciones de subidón más claro, de rave más desatada y anfetamínica, suenan más atronadoras. Dara Kiely grita más, se deja su maldita alma en asegurar que lo obtuso de sus letras, lo inarmónico de sus diatribas, lo desquiciante de sus gritos, seña de identidad clave en acompañar lo que perpetran sus tres compañeros. Daniel Fox saca líneas de bajo de grosor pornográfico, entre el groove más industrial y el apuñalamiento con broca del número quince, sin olvidar el nada ocasional aporreo. También produce el álbum (con asistencia de sus compañeros y Jamie Hyland, sí el del título, de ingeniero), y consiguen un sonido arrollador, amplio pero seco. Alan Duggan convierte su guitarra en un taladro, un instrumento de percusión y hasta un vendaval de ruido monocromo. Adam Faulkner destruye y vuele a montar patrones rítmicos que ayudan al caos estructural premeditado con nocturnidad y alevosía.
Las nueve canciones, para llamarlas de alguna manera, que componen el disco, son la plasmación de un largo episodio de brote psicótico seguido por depresión de su cantante, que traslada su experiencia de forma obtusa con sus letras, pero que en el apartado sonoro, la banda consigue edificar un muro lleno de dolor, tensión y eventual desesperación, en la vertiente más visceral e irracional posible. Si ‘Paul’ y ‘Pears For Lunch’ han sido escogidas como singles, uno ya tiene el patrón oro con el que medir el resto. La primera citada tiene la estructura de ‘Lawman’, tensión acumulándose, fregamiento continuo, psique soportado hasta que desemboca en estallido de baile psicótico. ‘Fucking Butter’, la pieza central, lo lleva aún más allá, después de destrozarlo. Uno de los mejores aspectos del disco es la capacidad que muestran de jugar con su sonido y ampliarlo. ‘Umbongo’ es una de las mejores aperturas de álbum de los últimos tiempos, un spoiler de las virtudes que la seguirán, un desembarco de Normandía con posterior caída al agua bajo fuego enemigo. ‘In Plastic’ es casi un vals, en los que cada participante lleva un cuchillo en la mano que coge la espalda del otro. ‘The Last Ridder’ és su aproximación al puro hardcore. ‘Baloo’ un caos mecánico y ‘The Witch Dr.’ un cierre que pone taquicárdico.
Son Girl Band. O entras en su sonido, o los odias. Puede que sean la extravagancia de moda que vamos a ensalzar durante un tiempo. Puede. O que aquí haya suficiente tela para cortar una buena carrera artística. Holding Hands With Jamie es un paso en el buen camino, y qué primer paso. Amenaza e intriga, nuevas y preponderantes sensaciones en su sonido. Estalla y agrede como pocos discos lo han hecho en los últimos tiempos. Afloran todos los géneros que puedan venir a la cabeza con su sonido, pero no suenan a ninguno de ellos, y en esto, tienen poca competencia. A su merced o resistiéndose, en estático o destrozando la habitación, entrar en los cuarenta minutos de terapia sonora que ofrecen es una de las experiencias musicales del año. El sonido, sea ruido, música, lo que sea, puede infringir grandes daños mentales y físicos, no es inocuo. Del dolor al placer a veces hay matices, instantes, disposiciones físicas y mentales para hacerle frente o someterse. Aquí está la fuerza del álbum.