Sonido de metal picando, cajas recorriendo sobre ruedas el escenario, dando ligeros botes con cada mínima imperfección de la superficie, operarios dándose instrucciones imperceptibles desde la distancia, mientras grupos e individuos aislados repasan el móvil desde las gradas. Gente absorta entre momentos, con la cerveza y la cena al lado, fácil de adquirir ante una pista vaciada mientras de fondo empiezan a sonar las primeras notas del siguiente concierto, con una melodía aún lejana. El Festival Cruïlla cumplió diez ediciones el pasado fin de semana, tan relativos como el prisma con el que se miren. Por momentos una exhalación, en otros todo un mundo, o diez para concretar un poco. En los que uno ha asistido, casi siempre se da un proceso que se acentúa con los años. Primero, conocer el cartel. Ciertas reservas. Era mejor el de X año. Está bien, pero la verdad echo de menos más de lo otro. Pero en el escenario Radio 3 hay los mejores grupos, aunque toquen por la tarde. Primero allí y luego ya veremos, por curiosidad. Este escepticismo pedante ilustrado va mutando en admiración cuando las piezas del puzzle van encajando y uno termina disfrutando de los momentos que se brindan de la forma particular en la que se ha construido la identidad del festival.
El Cruïlla no te fuerza una agenda de forma descarada, te acompaña en el periplo que han dispuesto, fomentando una predisposición más relajada, que aún subiendo en público y atracciones de patrañas de mercadotecnia, conserva parte del espíritu diáfano con el que nació, cómodo de transitar, fluido en estructura y contenido, dentro de unos parámetros estilísticos que no arriesgan en las aristas, pero sí que ponen en común universos dispares.
VIERNES
Si Black Eyed Peas y el trap patrio protagonizaron las dos primeras jornadas, el viernes empezaba lo clásico. Tras la maestría del reggae y los ritmos africanos de Tiken Jah Fakoly -una alegría verle tras el enorme concierto de 2013-, unos que con el tiempo han ido abarcando más terreno y asumido distintos matices en su discurso son Berri Txarrak, que en su gira de despedida atormentaron los primeros compases del viernes con un repaso fugaz pero completo a su trayectoria. Obligados a parar dos veces por sendos apagones en el apartado técnico, retomaron siempre el pulso para llevar un inicio frío hasta un final incandescente con ‘Ikusi Arte’, ‘Oreka’ -con interludio de Toro de El Columpio Asesino-, ‘Sols el Poble Salva el Poble’ y ‘Oihu’. Tocaron todos los palos y mostraron todos sus ases, sin farol alguno, en lo que siempre han sido, un torrente de energía plasmado en un repertorio que desde lo más metalizado y pesante, a la ligereza de algunos de sus últimos temas, siempre redondean grandes canciones.

Pero el Cruïlla de este año tenía un núcleo multitudinario, amparado por la cerveza estrella del patrocinio, entre grupos que si bien con personalidades propias y distintas, orbitan en parámetros similares. Uno de ellos, Vetusta Morla, llevaron la apoteosis colectiva en un baño de masas que viene a confirmar su consolidación en una trayectoria ascendente que los ha llevado al estatus actual. Con un directo tenaz, por momentos hipervitaminado, dejaron claro que dominan el escenario y respiran las canciones con las que han ido cimentando su trayectoria. Pero es en los momentos en los que bajan el tono, que consiguen convencer más rotundamente. Sucedió específicamente con ‘23 de junio’, ecuador del concierto, capaz de alterar el espacio-tiempo con una brillante y emotiva ejecución. Lo dieron todo.


En la cúspide de la personalidad, en lo apabullante, encontrábamos una de las dos grandes triunfadoras del festival. Shirley Manson, sin más, se comió el escenario y las mentes de todo quien se había reunido a su vera. Garbage son ya una banda que su mejor momento creativo pasó, parte de otra época, pero las canciones que los catapultaron y la capacidad de defenderlas es más consistente que nunca. Asumiendo con más descaro los sonidos electrónicos, los bajos pesados, el punk y el rock alternativo marca década de los noventa, Shirley Manson medio rapada, rojiza como siempre y plateada en el atuendo se movía entre morados, rojos y azules que emanaban del escenario, enfatizando cada frase, de un lado para otro, y tomándose su tiempo para reivindicar la especificidad sexual de cada uno, poner su banda a disposición como refugio de todo lo no normativo e incluso recordar sus tiempos de juventud en Barcelona. Se permitió versionar ‘Personal Jesus’ entre ‘Wicked Ways’ o terminar con un repoker formado por ‘I Think I’m Paranoid’, ‘Cherry Lips (Go Baby Go!)’, ‘Push It’, ‘Only Happy When It Rains’ y ‘When I Grow Up’, que era a lo que la gente venía. A todo poder.


Foals prosiguieron el camino abierto antes por Bastille y Vetusta Morla con un directo que entusiasmó a sus muchos fans pero que tras las llamaradas de personalidad de muchos de los conciertos anteriores, su indie bailongo careció del punch necesario para el oyente casual. Sólidos en ejecución pero planos en la transmisión, pese a lo sinuoso de las guitarras que sobreviven a la ola de grupos británicos de la década pasada que se movían en los mismos parámetros. Generosos con un extenso e intensivo setlist, como lo facilita la hora y cuarto larga que el festival facilita a la mayoría de bandas, no faltaron temas como ‘My Number’, ‘Spanish Sahara’ o la más reciente ‘In Degrees’. En la otra punta del recinto, el rincón ausente de la muchedumbre, se deleitaba con el reggae y el dub de los navarreses Iseo & Dodosound, perfectos para el momento.


SÁBADO
En la cuarta jornada del festival, segunda del núcleo clásico de conciertos, había encuentro marcado con Joan Pons, más conocido como El Petit de Cal Eril. Acompañado de una banda que le da un toque más electrizante al asunto, si hace unos años había hecho levitar la carpa habilitada en el mismo Cruïlla, ahora al aire libre y más temprano, consiguió que su pop metafísico, nos inundara al mismo tiempo que la tormenta fruto del bochorno -y que Joan invocó mágicamente en sus letras- regaba al público que decidió quedarse y mimetizarse con lluvia, música y metafísica. Bajando al público, invitando a acercarse, a unirse a canciones como ‘Pols’, ‘Sento’, El cor’ o ‘Som transparents’, terminando en una bella y festica catarsis con ‘Amb tot’. Un concierto en el que olvidarse. Una necesidad.
Tampoco era difícil perderse en los eternos parajes sonoros que uno de los grandes exponentes del soul y folk rock actual, Michael Kiwanuka, proponía justo después. Como en la que cerró su concierto ‘Love & Hate’, con un inacabable outro que te absorbía en el poder sanador de su música. Su capacidad para aunar ritmos y sensibilidades con un torrente de emoción, se escuchó en temas como ‘Home Again’, ‘Money’, ‘Black Man in a White World’, ‘Tell Me a Tale’ o ‘Cold Little Heart’, acompañado por una banda a la altura. Pero lejos aún de los más grandes y con un setlist de ritmo un punto irregular.


Los caminos llevaron a Kylie Minogue. En pocos otros contextos del estilo Cruïlla se pueden hacer este tipo de piruetas estilísticas, pero la presencia de la diva australiana cobró pleno sentido de forma aún más rotunda cuando dio comienzo a su espectáculo. Gente más o menos versada en un su trayectoria, de inmersión total o recuerdo vago, devoción o curiosidad, fuese lo que fuese, su show estalló de forma incontestable. Escenografía de lo cálido a lo kitsch, de lo pulcro a la fiesta, del láser al confeti, Kylie comandaba la escena sin estridencias pero con pulso firme, ductilidad y potencia vocal delante de una banda que trasladaba sus canciones a la inmediatez más orgánica, y un ejército de bailarines que no acababan el repertorio de coreografías a las que ella se sumaba. Más de veinte canciones divididas en cuatro actos con una escenografía y vestuario distinto para cada uno, con coqueteo con ‘Fashion’ de Bowie en la sugerente ‘Slow’ o versionando Carole King y Donna Summers. Un repaso a su trayectoria que la llevó al éxito y que ahora, en un mundo musical en el que domina la diva más agresiva y provocadora que ella nunca ha sido, Kylie Minogue guarda su posición y celebra su vida, el estar aquí con su público. Como cuando subió a una fan al escenario para cantarle un pedacito de ‘Where the Wild Roses Grow’ y emocionarse, o contagió a todo el mundo con ‘Can’t Get You Out Of My Head’ y ‘All The Lovers’.
Pero el sábado aún guardaba más momentos, como Cala Vento que son tan prolíficos como vitales en sus directos, poseedores de un buen puñado de himnos que van soltando como petardos en una verbena, otra vez, cada vez. O Jorge Drexler en modo festival, menos intimista y más expansivo y sobretodo político, con la colaboración de Open Arms. Y el último gran concierto multitudinario, teloneados por Kylie Minogue como bromeó un Santi Balmes dominador del escenario, Love of Lesbian como banda que creció muy junta al Cruilla, por haber estado desde el principio y por haber adquirido una popularidad difícil de imaginar diez años atrás. Se permitieron apelar a este pasado con ‘Segundo asalto’, empezaron con ‘1999’, montaron su ‘Club de fans de John Boy’, o provocaron ‘Incendios en la nieve’, mientras el brasileño Marcelo D2, en el rincón de Radio 3, llevaba su rap más político y salvaje al pulso frenético de quienes le seguían, entre las bases orgánicas que marcaba su banda en directo.
Como quien aguanta enfrente un escenario vacío intentando retener sus últimos recuerdos, camina con la idea de finitud en su cabeza mientras apura lo último de la cerveza, se encuentra delante de los murales que adornan el recuerdo de otras ediciones entre el silencio, busca el último lugar en el que suene música, o retoma el camino nocturno con unos kilos de más en el alma… otra edición del Cruïlla termina, con la sensación que, a pesar de los pesares, siempre se está mejor fuera, acompañado, compartiendo música.
Texto: Nil Rubió
Fotografías: Kevin Zammit (Binaural.es)