Creo que no engaño a nadie si afirmo que muchos de los que amamos la música crecemos imaginando situaciones idílicas. Este tipo de veladas utópicas suelen aparecer especialmente en sueños, dibujando escenarios extremadamente íntimos en un lienzo onírico en el que audiencia y banda acaban fusionándose en un único ser. Cuanto más mediático es el grupo/artista protagonista de nuestra ilusión, mayor es la sensación generada dentro nuestro que nos afirma y reafirma que nos encontramos ante una más que absoluta improbabilidad. Ya saben: una de aquellas que te abaten, y te demuestran de forma contundente que cualquier tipo de creencia concebida en esa línea no tiene sentido, ni tampoco credibilidad. Como por ejemplo imaginarse a Radiohead tocando en una sala Sidecar. O disfrutar en directo de los himnos atemporales de Arcade Fire en la Moby Dick madrileña. Háganme caso: intenten plantear ambas posibilidades en su mente, y verán como su materia gris se encargará rápidamente de dejarlos tendidos sobre la lona mediante un simple pero irrebatible argumento: “milagros, a Lourdes”.
Pero algo pasó esta pasada semana. Algo tan inesperado, y extremadamente insólito que uno podría pensar que nos encontrábamos ante un fallo en el sistema. Foo Fighters, uno de aquellos grupos que son capaces de aglutinar a 18000 almas en un único show, habían decidido realizar un secret show en Barcelona. Concretamente en una sala como la BARTS, cuyo aforo es de tan solo 1500 personas. Y de forma inminente. El motivo de esta actuación sorpresa venía motivada específicamente por la promoción internacional de un disco – “Concrete & Gold” – que los estadounidenses sacaron a la venta el pasado viernes. Obviamente la gente se volvió loca para conseguir alguna de las invitaciones dobles que se sortearon en concursos de diferentes tiendas/medios (M80, FNAC y Radio 3, principalmente). Y no era para menos. Porque cualquier fan acérrimo de Foo Fighters sabía que esta era aquella actuación que llevaba esperando desde hace tiempo. Un show idílico, único en su especie. Una rareza en una inmaculada hoja de ruta planteada de “arena” en “arena”. En un espacio íntimo. Con una acústica realmente digna, y con un más que probable extenso set en el que el grupo reivindicase tanto su nuevo material como su repertorio más clásico.
Afortunadamente ese 3×1 se acabó engrasando en un directo que quedará forjado a fuego en la memoria de todos los afortunados asistentes al evento. Porque el pasado sábado Foo Fighters nos demostraron de forma implacable en la BARTS el gran grupo que son en vivo. Sin artificios, sin alardes innecesarios. Sin ornamentos. Enfundando el mono de faena, Dave Grohl y compañía se pusieron manos a la obra materializando un pasional show de rock americano repleto de referencias a sus diferentes etapas discográficas.
Cierto es que hubo momentos en el que sonido falló, al menos ligeramente, como en el enlatado arranque de ‘I’ll Stick Around’ o en algún punto muy concreto del set (‘Dirty Water’), pero los “peros” no fueron más que minucias. Ni el tedio instrumental en el que a momentos se nos indujo en el tramo final de ‘These Days’, ni algún que otro “speech” un tanto extenso de Grohl pudieron mitigar aquella sensación de estar presenciando algo único, irrepetible. Porque Foo Fighters regresaron a la ciudad condal con ganas de clavar banderas en un hipnótico show que bordó las tres de horas de duración, y que sirvió para demostrar que el jolgorio que pueden generar en las distancias cortas es digno de alcanzar una alta magnitud en la escala Richter.
Siguiendo una línea similar a lo ofrecido recientemente en Suecia, Foo Fighters noquearon a la audiencia con azotes rockeros en la que la adrenalina se disparó hasta las nubes. Podríamos contar a puñados los momentos memorables que nos deparó la velada. Desde los primeros compases de ‘All My Life’, con el gentío preparado para arremolinarse en el centro de la sala, hasta aquel descrito al interpretar una ‘My Hero’ cuya cruda intro mutó hacia su faceta más clásica (y distorsionada). Sin olvidarnos de la explosión sonora generada en el ecuador de ‘The Pretender’, la electricidad de ‘Monkey Wrench’ o la visceralidad expuesta en clave Mötorhead al encandilarnos con este ya nuevo clásico de “Concrete And Gold” titulado ‘Run’.
25 fueron los cortes presentados en un inmaculado set cuya mayor virtud fue su variedad. Y también su equilibrio. Porque Dave Grohl demostró inteligencia al intercalar las piezas de su último trabajo con algunos de sus hits más perennes. De hecho el repertorio no pecó de ningún tipo de carencia. Ni faltaron los singles más esperados por la fanbase, ni pequeñas covers de Lenny Kravitz, The Knack, KISS o Ramones, ni tampoco falló a la cita alguna que otra rareza extremadamente apreciada por los más “freaks” del grupo, como aquella ‘Sean’ del EP “Saint Cecilia” que los padres de “The Colour And The Shape” y “Wasting Light” interpretaron en el tramo final del show.
Pasarán los años, e incluso las décadas, y seremos muchos que recordaremos el secret show de Foo Fighters en BARTS con cierto grado nostalgia. Lo haremos exclamando un “yo estuve allí” y recordaremos, al menos por un mero segundo, que aquel glorioso día de septiembre estuvimos presenciando el directo que cualquier fan nacional de Dave, Chris, Pat, Nate, Taylor y Rami hubiese querido presenciar. Aquel idealizado encuentro que solo aparece en nuestras más optimistas fantasías. Milagros, ¿a Lourdes? ¿Seguro?
Nota del autor: Obviamente la “deuda” que Foo Fighters tienen con Barcelona no ha quedado saldada con el secret show. Cruzaremos los dedos con fuerza para que en un futuro no muy lejano se confirme algún concierto multitudinario de la banda de Dave Grohl en un pabellón o estadio de la ciudad condal. Y esperamos volver a estar allí.
Fotografías | Xavi Mercadé / Sony
Texto | Pablo Porcar