Hace unas semanas en Reverb, el podcast de Binaural, Esteban de Venga Monjas alardeaba de haberse gastado 150 pavos para poder ver a El Hanso desde segunda fila. Tras esta afirmación se escondía una realidad notable: buena parte de la gente que compró entradas para “The World of Hans Zimmer – A Symphonic Celebration” lo hizo pensando que el célebre compositor alemán de bandas sonoras iba a estar sobre el escenario. Pese a que su aporte como intérprete sea bastante bajo en comparación con su labor compositiva, se hizo evidente con la reacción que tuvo Esteban cuando le dijimos que no, que El Hanso en principio no iba a venir, que Zimmer ha alcanzado el estatus de estrella pop, algo que, considerando que tocó en Coachella y plantea giras mundiales llenando estadios, ya podíamos intuir.
La puesta en escena que nos recibió en el Sant Jordi era sobria (se antojaba más fantasía y fuegos artificiales), con una pantalla de fondo partida en seis segmentos verticales, unos cuantos focos, y unas líneas de luces que formaban una HZ sobrevolando el escenario con una solemnidad un tanto cutrilla. Por contra, pudimos celebrar una muy buena disposición de recursos musicales: 2 baterías + 4 percusionistas + una banda eléctrica + una orquesta completa con varios solistas que se irían llevando por turnos buenas dosis de lucimiento. El arranque con ‘The Dark Knight’ fue potente, con un buen martilleo arropando a una sección de cuerdas partida en tres voces y una guitarra eléctrica que iba sacando notas puntuales distorsionadas, y, cuando en ‘King Arthur’ dos de las pantallas se hicieron a un lado para mostrar un coro de ocho hombres y ocho mujeres, quedó patente la capacidad de Zimmer para meterse en el bolsillo sin grandes esfuerzos a un público que aplaudía entusiasmado.
Y ahí que apareció Hans entre vítores en la pantalla, marcando la dinámica que se iba a seguir a lo largo del concierto. De forma desenfadada y didáctica, el artífice de todo esto iría asomando la cabeza a cada par de temas mediante vídeos grabados en su estudio, explicando anecdotillas, presentándonos a la peñita (de Ron Howard a Nancy Meyers a Lebo M., aka el jefarral que se encargó de escribir y dirigir los coros africanos de ‘El rey león’, y que cantó el mítico “aaaaaaaachujeynaaaaaaaaa” del principio de la peli) y guiándonos sobre el viaje que se planteaba en este show. Los temas no siempre se iban a corresponder con la linealidad de las películas a las que acompañaban, sino que a veces ilustrarían el flujo de las ideas de Zimmer y su proceso de composición, o bien contarían con nuevos arreglos que las convertirían en más independientes como piezas musicales.

Un breve apunte: magnífico recurso el del apoyo audiovisual explicativo entre piezas, pero totalmente inaceptable la falta de subtítulos para un contenido que forma parte necesaria del show y que muchos de los asistentes no pudieron comprender al no hablar inglés. Fallo difícil de concebir en una producción de esta magnitud. Prosigamos.
Las referencias a Pearl Harbor y Rush, cortitas y al pie, no pasaron del mero resumen, cosa comprensible visto que se trata de composiciones bonitas, pero hechas con el piloto automático (en la primera, trío de piano, cello y violín para el folleteo super-softcore entre sábanas blancas, y coros elevados para ilustrar un gozo por volar que se sobrepone a las injusticias de la guerra; guitarra eléctrica que anticipa con armónicos los nervios de la carrera, y que desahoga la intensidad del clímax con un solo metalero en la segunda).

En cambio, exquisito fue el regodeo flamenco de Amir John Haddad en ‘Misión Imposible 2’, que nos llevó con su guitarra a una parte orquestal con flauta bajo (Pedro Eustache, absoluto titán de los vientos) y cuerdas frotadas que ponía de manifiesto un gran control del equilibrio sonoro, y que tuvo como colofón la primera aparición de la contralto Lisa Gerrard. También fue inspirado el paseo por ‘El código Da Vinci’, que, pese a estar encorsetada por un imaginario místico-religioso coral, dejó entrever muchas capas, un especial cuidado hacia sonidos detallistas (ya tengo esa marimba electrónica puesta en mi lista de la compra para cuando me sobren unos euros) y, en el tema principal, el conjunto mostró su mayor capacidad para emocionar hasta el momento.
Tras una media parte de esas cortarrollos, la orquesta justificó el parón con un cambio gordo de mood, abriendo, sí amigos sí, con un ukelele, el comic sans de los instrumentos: lo usa hasta el apuntador, pero en el 99% de las ocasiones se hace de forma cargante e inapropiada. Sin embargo, no era este el caso, pues se interpretaba la simpática banda sonora de ‘Madagascar’. Buen rollito y lucecitas danzarinas tanto entre los instrumentos de viento sobre el escenario como en los móviles de las gradas. Esto anticipaba un bloque más ligero, que prosiguió con ‘The Spirit’, divertida pero no muy sustancial. Con ‘Kung fu panda’ y ‘The Holiday’, se mantuvo este espíritu blanco, pero aportando respectivamente matices más trabajados a nivel melódico y una mayor variedad estilística.
Resultó interesante saber que Zimmer se planteó hacer la banda sonora de ‘Hannibal’ como si fuera una historia de amor, y sin duda esto enriqueció la escucha de esa pieza largamente expansiva en la que el cello de Marie Spaemann logró ser emotivo pese a jugar en una franja tonal muy aguda, lejos de los rangos estrella de lucimiento de este instrumento. Este fue el punto de apoyo perfecto para saltar al tramo final de hits, inaugurado por una suite de ‘El rey león’ que fue apoteósica, redonda, de escalofrío en la espalda. Es ante maravillas como esta que otras piezas seleccionadas para la velada empalidecían hasta quedar en una minúscula e insignificante nota a pie de página. ‘Gladiator’, por su parte, pisaba un poco ambos territorios, generando algo de indiferencia en los tramos bélicos, pero asombrando en el tramo inicial para bajo interpretado virtuosamente por Juan García-Herreros y, obviamente, dando vida pura con el retorno de Lisa Gerrard.
Y fue, llegados a este punto, cuando nos sobrevino el santísimo golpe de efecto que ya dábamos por imposible. Hans Zimmer apareció en la pantalla tocando al piano el inicio de ‘Time’, de ‘Inception’, en un lento plano circular, y la orquesta se le unió con solemnidad. El tema fue creciendo y, cuando fue el momento de que entrara la guitarra eléctrica subió Hans Zimmer, el de verdad, El Hanso en persona, enfundado en una camiseta de Ennio Morricone, poniendo en pie al Palau Sant Jordi entero.
Es una lástima que apenas pudiéramos oír lo que se estaba tocando por los aplausos de una multitud enloquecida, pero fue una de aquellas catarsis colectivas que, no se puede negar, molan una barbaridad. Se respiraba satisfacción por todas partes, y con esa predisposición el cierre con ‘Piratas del caribe’ solo podía ser la absoluta pasada que fue.
Como soy consciente de que he dado una buena turra de dos páginas de word, y habrá quien haya scrolleado hasta aquí abajo para saber si vale la pena ir a The World of Hans Zimmer cuando vuelva este diciembre (a falta de saber si será calcado o no), aquí va un resumen digestivo: los intérpretes son excelentes, el show audiovisual es correcto pero muy mejorable. Imperdonable la ausencia de ‘Interstellar’ en el setlist, pero por lo demás selección muy coherente. Es evidente que se pierde en calidad de sonido por la amplificación de una orquesta en pabellón, pero también se gana en épica por las dimensiones del espectáculo. Dudo, en definitiva, que alguien saliera del Palau menos que bastante satisfecho.